El placer de Dios
Temo inútilmente del placer de Dios. En la víspera de la aurora sufro esa espléndida batalla espiritual donde se escabullen a la realidad visiones desvanecidas. Siendo múltiples veces ángel cubierto de blancas brumas agito las brisas que enturbian la moral divina. Voraz embriaguez que cubre mis mentirosos ojos (astros cansados constituidos por anhelantes suspiros) con multicolores evocaciones exhaladas en sollozos.
Su gozo ufano es quien mantiene en vilo el hechizo que sustenta esta elegida locura. Intenta escapar, extraviarse sin evidencia; buscando un inmemorial reposo aquella pausa a su extenuante andar.
Su vista gastada (revelación de suplicio), con lágrimas brotando en duelo, sufre en confidencial silencio. Observa airoso como su mancillado orgullo desaparece conquistado por el deseo y cariño que no profesa. Sé, se lo ha prohibido.
Delicadamente oculta su alma esclava, de un mortal anhelo. Intenta callar su inmaculado amor, que en anales ha conservado fantasmalmente honesto. Se consiente llorando a solas, reinventando misteriosos votos que a menudo rompe mientras les estrecha y vocea el porqué se alejan.
Un placer intenta acabar con él. Le temo, no debería. Aunque al haber un vencedor, sea cuál sea, será irremediable hacerlo.