Me di cuenta que mi vida ya no me pertenecía, que de mis abnegadas manos era la eterna dicha que buscan cuantos desean rozarlo al tacto.
Hubo días que el tiempo rendía pleitesía, se replegaba en curva sobre si y al momento se detenía, así me sorprendía mirando sus eternos ojos. Las aves se posaban valientes a nuestros pies, nos invitaban a bailar lanzándonos sinfonías de trinos y dándole vida al atardecer que pronto llegaría a su fin.
Los arboles eran cómplices, ellos conocían nuestra historia, bajo sus ramas nos conocimos y allí en ellas nos enamoramos, fuimos cazados, acorralados, no pudimos escapar.
El tiempo avanzaba tan lento, podía memorizar su valiosa sonrisa, explorarla a detalle, valorarla y asirla hasta colocarla a un lado del corazón, guardarla profundamente en mi, buscando evitar su extinción, o su seguro robo.
Allí, en ese instante me convertí en el centro del mundo, el eje al que los adorados dioses de todos los enamorados lanzaron la felicidad del mundo en tropel y desbandada.
Debo considerarme afortunado, nunca fui bueno buscándole, llego y supe que no se iría jamás. Fue tan tenue el principio, tan inesperado, sin pena alguna se presento derredor mostrando su sentimental parecer.
No puedo separarme, se que cuando mi momento llegue, será el ultimo pensamiento que se despida, lo volveré a ver y me iré feliz, volveré a vivir toda mi vida, en ese instante, en ese recuerdo.
Mi corazón deshecho, inútil para albergarlo, solo supo detenerse ante tanta dicha. Deseaba ser eterno, colocarse como espectador para calcular la magnitud del evento. Le fue en fracción posible, y aunque aún le albergo, mi alma, mis ojos, mis manos, sabemos que ahora reside mayoritariamente, en aquella sonrisa que quise robar para colocarle a su lado...